A los 18 años, cuando me diagnosticaron colesterol alto, comencé una etapa que marcó profundamente mi relación con la salud. En ese momento decidí que iba a hacer todo bien: comer perfectamente, hacer ejercicio todos los días y convertirme en la versión más saludable posible de mí misma.
Con el tiempo, esa búsqueda del bienestar se transformó en una obsesión silenciosa. Lo que empezó como un deseo genuino de cuidar mi cuerpo terminó convirtiéndose en un ciclo de culpa, control y miedo a “fallar”.
Hoy, después de muchos años de ensayo, error y autodescubrimiento, entiendo que una vida balanceada no tiene nada que ver con la perfección. Es aprender a escuchar tu cuerpo, soltar la rigidez y permitirte vivir con más calma y compasión.

Cuando creía que el balance era hacerlo todo perfecto
Durante años viví bajo la idea de que una mujer saludable debía hacerlo todo bien. Contaba calorías, seguía dietas estrictas y clasificaba los alimentos como “buenos” o “malos”. Si un día comía algo fuera de lo planeado, lo compensaba con más ejercicio o menos comida.
El descanso no era una opción. Si no entrenaba, sentía que había fallado. Mi mente no descansaba nunca; siempre estaba calculando, comparando o intentando hacer más.
Y aunque por fuera parecía disciplinada, por dentro estaba agotada. Había perdido la capacidad de disfrutar la vida porque la salud se había convertido en una lista de reglas imposibles de cumplir.
El punto de quiebre: cuando la salud dejó de sentirse saludable
Nunca olvidaré el día que estaba en un restaurante con mi esposo y terminé llorando porque, según yo, “no había nada saludable” en el menú. Era una simple salida para disfrutar juntos, pero en lugar de sentirme relajada o presente, me invadió la ansiedad. Sentía miedo de comer algo “incorrecto”, como si un solo plato pudiera borrar todos mis esfuerzos.
En ese momento entendí que algo estaba muy mal. Me di cuenta de que no estaba viviendo realmente; estaba sobreviviendo dentro de reglas que yo misma había creado. Mi mente no podía seguir en ese estado de control constante.
Sentía frustración, cansancio y una tristeza profunda. Había dedicado tanto tiempo a cuidar mi cuerpo que me había olvidado por completo de cuidar mi mente.
Ese día marcó un antes y un después. No fue una decisión instantánea, pero sí el inicio de un cambio real: el momento en que decidí soltar el control y comenzar a buscar un bienestar más auténtico, más humano y con más compasión hacia mí misma.
El comienzo de una nueva etapa: soltar las reglas y volver a sentir
Mi primer paso fue claro: no más dietas ni restricciones. Decidí que, si realmente quería una vida balanceada, debía aprender a confiar en mi cuerpo.
Al principio fue difícil. Comer sin culpa parecía imposible después de tantos años de reglas. Pero poco a poco empecé a reconectar con mi hambre real, con mis emociones y con el placer de disfrutar un plato sin remordimiento.
Descubrí que la salud no se trata de controlar cada bocado, sino de construir una relación amorosa con la comida y conmigo misma. Comencé a priorizar cómo me hacía sentir lo que comía, no solo las calorías o los ingredientes.
Mi rutina actual: el balance como práctica diaria
Hoy mi vida se ve muy diferente. No perfecta, pero mucho más consciente. Cada mañana me levanto a las 5:00 AM. Es mi momento sagrado.
Hago mi rutina de ejercicios, medito y comienzo el día en calma. Ya no entreno para cambiar mi cuerpo, sino para agradecerle todo lo que me permite hacer.
He aprendido que moverme es una forma de honrar mi energía, no de castigarme. Que puedo disfrutar de un día de descanso sin sentir culpa.
También practico afirmaciones, camino al aire libre cuando necesito claridad y trato de comer con presencia. Ya no me comparo con otras mujeres ni con versiones pasadas de mí misma.
La meditación, las afirmaciones y el mindfulness me han ayudado a sentirme más en equilibrio, más centrada y conectada conmigo. Así es como la vida balanceada dejó de ser un ideal y se convirtió en una práctica diaria.
Lo que antes me daba miedo, hoy me da paz
Durante años, uno de mis mayores miedos era comer arroz. Lo veía como algo “prohibido”. Hoy es parte de mis comidas sin ningún tipo de culpa.
Aprendí que la comida no es el enemigo. Lo que realmente nos hace daño es el miedo constante a no hacerlo bien. Comer sin culpa es una forma de libertad y también de amor propio.
He aceptado que mi cuerpo tiene su propio equilibrio. Durante mucho tiempo quise ser un size 2, porque creía que eso representaba disciplina y éxito. Pero mi cuerpo, cuando lo dejo ser, se mantiene naturalmente en un size 4, y eso está perfectamente bien.
He aprendido que la verdadera belleza está en aceptar tu forma natural, en sentirte bien, no en encajar en una talla. Esa aceptación no fue inmediata, pero entender que mi cuerpo no necesita ser más pequeño para ser digno fue una de las lecciones más liberadoras de mi vida.
Las lecciones más grandes que me dejó este camino
Después de tantos intentos por alcanzar una versión ideal de mí misma, descubrí algo simple pero profundo: una vida balanceada no se construye con reglas, sino con conexión.
Estas son las lecciones que más valoro:
- Escucha tu cuerpo. Él siempre sabe lo que necesita.
- Acepta que el equilibrio no es lineal. Hay días buenos y otros no tanto, y ambos cuentan.
- Descansa sin culpa. El descanso también es parte de la salud.
- Deja de compararte. Cada cuerpo tiene su historia y su ritmo.
- Cuida tu mente tanto como tu alimentación. Sin calma interior, no hay bienestar real.
Lo que quiero que recuerdes si estás buscando tu propio balance
Si hay algo que deseo que las mujeres que leen Balance y Cuidado aprendan de mi experiencia, es esto: ámate primero tal como eres.
No esperes a alcanzar tu peso ideal, tu rutina perfecta o tu versión más disciplinada para quererte. El amor propio no llega después del cambio; es lo que hace posible el cambio.
Empieza poco a poco: dedica unos minutos al día para respirar profundo, caminar o simplemente agradecer. Cuida tu cuerpo, pero también tu mente. Y sobre todo, no te castigues por no hacerlo todo bien.
El verdadero balance se construye desde el amor, no desde la exigencia.
Mi definición actual de una vida balanceada
Si me hubieras preguntado hace diez años qué era una vida más balanceada, te habría dicho: “hacer todo perfecto”. Hoy mi respuesta es muy distinta.
Llevar una vida en armonía, para mí, significa cuidarme y estar presente para mi hija. Significa tener energía, calma y claridad para disfrutar lo que realmente importa.
Sigo cuidando mi salud, pero desde un lugar de amor, no de miedo. No busco la perfección, busco sentirme bien. Y aunque mi camino no fue perfecto, fue exactamente el que necesitaba para encontrar mi equilibrio.
¿Te identificas con esta historia? Comparte en los comentarios cómo ha cambiado tu propia relación con la salud y el bienestar.
Y si quieres seguir construyendo una vida más consciente, suscríbete a Balance y Cuidado para recibir inspiración semanal y guías prácticas para vivir con más calma y propósito.
